EL MAESTRO

Ese es el nombre de una película italiana de connotaciones tremendamente lacrimosas, que protagonizada por Folco Lulli, estaba en cartel cuando ocurrían los hechos aquí mencionados. Sin embargo, aunque pudieran existir algunas similitudes entre aquél maestro y el que aquí describo, diré como suele subrayarse en algunas obras del séptimo arte, que cualquier parecido con la citada obra cinematogáfica es simple coincidencia.
Sólo una agradable coincidencia me viene a la memoria y es la de comprobar, al terminar de elaborar este relato, de que el alumno de ayer tiene hoy la misma edad que tenía su maestro cuando sucedían los hechos relatados.
Aclarado esto, comenzaré diciendo que cuando algún amigo o compañero entra en mi despacho del Instituto, me pregunta por los personajes de las dos fotos que se encuentran a mi izquierda. Uno de ellos es mi padre. El otro es mi maestro, y agrego “el mejor maestro que existió en Dos Hermanas, cuyo quehacer he intentado reproducir durante mi vida profesional”.
Esto último lo vengo oyendo con mucha frecuencia cuando me encuentro con alguno de mis antiguos compañeros de colegio.
Conocí a D. Enrique al poco de ingresar en el Colegio del Cementerio que así era como llamábamos los nazarenos al hoy CIP San Sebastián. Su nombre era el de Grupo Escolar de NIÑOS “Calvo Sotelo”, que Manolo Planas (Manolo Tomate), conserje del colegio se encargaba de recordárnoslo manteniendo en perfecto estado el rótulo en forma de seto que adornaba la tapia que circundaba el centro.
Había nacido D. Enrique el 23 de Diciembre de 1910 en Montilla de manera un tanto accidental, debido a que su madre Dª Esperanza Ferreras ejercía la docencia en la cuna natal de Gonzalo Fernandez de Córdoba.
Muy pronto, apenas con diez años, quedó huérfano de padre. Para paliar esa gran pérdida, Dª Esperanza, que compaginaba su profesión de maestra de primera enseñanza, con la de profesora de violín en el Conservatorio de Sevilla, tuvo que hacerse cargo, de forma exclusiva del sostenimiento de su familia y de la educación de sus hijos, labor que según quienes la conocieron ejerció a la perfección. Los domingos empleaba su tiempo libre en acudir con sus hijos a visitar cada uno de los pueblos de la provincia.
Esta desafortunada contingencia no fue un obstáculo para que los tres hermanos, imbuidos por la gran personalidad y clarividencia de Dª Esperanza, alcanzasen a realizar estudios. Quizá influido por su hermano José María que ya ejercía de médico, el joven Enrique comenzó a estudiar Medicina, pero al ver la disección de un cadáver en su primera clase práctica le dijo a su madre que prefería ser maestro como ella misma y su hermano mayor.
Preparando las oposiciones al Magisterio nacional en 1932, Enrique Díaz conoció en la misma academia que ambos frecuentaban, a que sería la compañera de su vida, su esposa Aurora Fernández Fernández-Agüera.
Su hermano José María Díaz Ferreras, diez años mayor que él, médico y de ideología comunista, influyó en su destino sin proponérselo más de lo que en circunstancias normales podía preverse.El todavía impune asesinato de éste a las puertas de su domicilio el 20 de Abril de 1933 por pistoleros posiblemente de ideología anarquista, motivó que el matrimonio de D. Enrique y Dª Aurora hubiera de celebrarse en 1935 de riguroso luto, tal como muestra la foto que acompaña este trabajo
Si uno de los primeros destinos de Dª Aurora fue Dos Hermanas, el del joven maestro fue la aldea asturiana de Taleña. En las cartas dirigidas a su esposa, se lamentaba de su obligado destierro; con una escuela unitaria de solo siete niños y carente de los más elementales medios de comunicación, pues hasta para recibir el salario mensual debía trasladarse a pié al pueblo más próximo.
Con estos precedentes, no dudamos que cuando Dª Aurora estaba a punto de alumbrar a su primera hija, su esposo pidiera el mes de Julio de 1936 permiso para asistir al parto de su primogénita.Este acontecimiento fue decisivo para que sobrevinieran las circunstancias que siguen a continuación, entre ellas, la más agradable fue la de no volver a esa aldea donde inició su labor docente.
La sublevación del General Franco le sorprendió en Sevilla donde residían su esposa y su madre y su hija. Con los antecedentes de la militancia política de su difunto hermano José María y los hechos ocurridos en el Principado de Asturias en 1934, fue acusado de infiltrarse en la zona ocupada por el general Queipo de Llano como espía o para atentar contra elementos de las huestes rebeldes. Ello motivó su reclusión en el Hotel Inglaterra pendiente de Consejo de Guerra y posterior fusilamiento como ocurriera a muchos sevillanos.
A pesar de ello, la suerte esta vez se alió con él al ser reconocido por un amigo, teniente de las fuerzas armadas, que lo llevó con él al Cuartel de Intendencia. Allí, con su trabajo pudo ayudar a su esposa a sostener la familia. El matrimonio pasó a residir en Dos Hermanas donde Dª Aurora seguía ejerciendo su labor profesional, mientras que él soportaba los siguientes nueve años suspendido de ejercer la docencia. Fue durante ese período cuando estudió la carrera de practicante.
Incorporado en 1945 a la docencia en Dos Hermanas, no abandonó las aulas de su colegio hasta que la enfermedad lo apartó de él.
La 8ª clase del Colegio del Cementerio era la de D. Enrique Díaz Ferreras. En ella estaban los alumnos mayores y más aventajados de la escuela. Próximos a cumplir 14 años, eran el referente de cualquier alumno de las clases inferiores, no sólo por sus conocimientos sino por sus habilidades deportivas en el juego de las bolas, la pídola o el fútbol. Entre ellos se encontraban José Martín Campos, Manuel Martín Carret o José de Dios Jurado.
Me fijé en D. Enrique por su gran humanidad, que no disimulaba su oronda barriga, enfundada dentro de esa bata cruda tirando a marrón que a modo de guardapolvos usaba diariamente. También me llamó la atención su saber estar, nunca alterado, pero me imponía esa seriedad que nos confiere a los alumnos menores el profesor de los mayores.
Sabía que Don Enrique conciliaba sus tareas docentes con la de Practicante o DUE como hoy se denominaría. Debido a mi enfermedad alérgica, lo veía frecuentemente en el Ambulatorio de la Seguridad Social que se encontraba en la “Plazoleta” Menéndez y Pelayo. Esta otra faceta profesional la aplicaba en su labor docente al insistir una y otra vez a sus alumnos de la importancia de la higiene en la prevención de enfermedades y en la curación de las heridas, tan habituales entre los niños y adolescentes de esos años. A este respecto, nos refería una anécdota en la que una madre llevaba reiteradamente el ambulatorio a su hijo para que el practicante le curara una herida en la rodilla que nunca sanaba, hasta que D. Enrique le sugirió que primero lavara la herida de su retoño con agua y jabón verde y, una vez restregada con un estropajo, volviera a curarlo
Pensábamos que, debido a esa segunda ocupación, podía disfrutar de una moto “Lambretta” que en esos momentos era uno de los vehículos más populares entre los profesionales más pudientes de Dos Hermanas.
Aún tenía tiempo para impartir clases en los locales de Educación y Descanso al finalizar la jornada escolar. Aquí sus alumnos eran aquellos que no pudieron terminar la escolaridad por la necesidad de ayudar a su familia con su sueldo y acudía a estas clases para completar su formación.
Otra de las afirmaciones más extendidas sobre el carácter de Don Enrique era su exquisita autoridad sobre el alumnado, pues todos sabíamos que era el único maestro del colegio que mantenía el orden en clase sin necesidad de usar ningún tipo de violencia.
Sin embargo, algunos fuimos testigos de una excepción a esta norma no escrita, cuando uno de nuestros compañeros lo sacó de sus casillas hasta el extremo de estamparle una galleta en su dura cara. Esto no supuso, ni para el que la recibió ni para todos los presentes, que nuestro maestro hubiera infringido dicha norma, pues en esos momentos resultaba ser un método bastante habitual en padres y profesores y hasta mi compañero reconoció su merecimiento. A pesar de ello, este incidente resultó para nuestro maestro una grave trasgresión a sus pautas de conducta, pues varios de sus alumnos descubrimos en sus ojos lágrimas de amargura después de este altercado.
Cuando al siguiente curso me asignaron a la clase de Don Enrique, mi ilusión se vio cumplida, aunque era consciente de la distancia que aún me quedaba por recorrer para adquirir los conocimientos y estar a la altura de los compañeros que ocupaban las primeras mesas de la fila de la derecha.


Uno de los primeros detalles que a todos nos llamaba la atención al entrar por vez primera en su aula, no eran los retratos de Franco y José Antonio Primo de Rivera que colgaban de la pared, como era preceptivo en cualquier dependencia estatal. Lo que verdaderamente nos intrigaba era una pequeña fotografía de sobremesa de un muchacho que, ataviado con traje y corbata fijaba su mirada en la nuestra que lo observábamos entre asombrados y curiosos. Pregunté a algún compañero veterano y me informó que Paco Radio Castro fue un alumno de D. Enrique, hijo de un colega, también practicante, que recientemente había fallecido a la edad de 14 años. Durante los 4 años que estuve en su clase, esta fotografía siempre habitó en la mesa del maestro de la octava clase.
También entre mis primeros recuerdos que aún hoy me llenan de asombro, están presentes los comentarios sobre la carrera espacial o las pruebas nucleares entre Manuel Martín Carret y José Martín Campos que a la temprana edad de 13 años ya leían la prensa diaria.
La clase de lectura tenía el atractivo de aprender geografía disfrutando y a veces dejando caer alguna lágrima, con novelas como aquellas del libro Corazón del autor italiano y militante socialista Edmundo de Amicis, titulada “De los Apeninos a los Andes”, obra que entretendría a nuestros hijos quince años más tarde con la serie de TV “Marco”.
Del mismo modo que en la actualidad coexisten las actividades complementarias y extraescolares con las estrictamente docentes, Don Enrique pensaba que una de las prioridades de esa época pasaba porque sus alumnos tuviesen nociones de agricultura. De esta forma, estuvimos todo un curso cultivando en macetas diversos cereales, legumbres o tubérculos, al tiempo que aprendíamos el significado de palabras desconocidas para nosotros como barbecho, rastrojo, etc.
Gracias a él, también muchos de nosotros tuvimos la oportunidad de ver el mar apenas iniciada la segunda década de nuestra vida. Temprana edad ésta si se comparaba con la del resto de los residentes en Dos Hermanas que en ocasiones llegaban a la mayoría de edad sin conocer nuestras costas más próximas. Para ello no sólo organizaba excursiones a Chipiona para gozar de una jornada en la playa, sino que posibilitó y estimuló a nuestros padres para que nos permitiesen disfrutar durante tres semanas de unas vacaciones en régimen de internado en las llamadas Colonias Escolares de la ciudad de Cádiz durante el mes de agosto, sin que ello supusiera un gasto extra para nuestras familias.
Otra de las metas que se proponía como objetivo de cada curso, aunque no siempre lo lograra, era la de prepararnos para el examen de ingreso en Bachillerato enseñándonos algo de álgebra. Si esto no lo conseguía a veces, si obtuvo la satisfacción de ver cómo muchos de sus alumnos superaban este examen u otros, proseguían estudios u obtenían puestos de responsabilidad en las diferentes empresas del entorno, o seguían su ejemplo, como José Sánchez Ruiz, José Rosa Rodríguez, José Joaquín Troncoso o el que esto escribe.
Muchas veces estas satisfacciones fueron ganadas en auténticas lides verbales con los progenitores de sus alumnos a los que, en numerosas ocasiones, era difícil convencer de la utilidad y finalidad de que su vástago emprendiera algún tipo de estudios.
Dadas las necesidades de las familia, éstas debían hacer un gran esfuerzo económico para prescindir del salario de un hijo. A veces los padres no esperaban ni al término de la escolaridad para que sus hijos comenzaran a trabajar. En estas ocasiones, D. Enrique se ofrecía de forma desinteresada para que al término de la jornada laboral, sus jóvenes alumnos pudiesen recibir las clases que en horario escolar no podían recibir.
Entre las facetas que caracterizaban su magisterio estaban la responsabilidad y la ausencia de estrés ante las pruebas, exámenes o trabajos, ya que a ninguno de nosotros nunca se nos ocurrió hacer chuletas o copiar en clase. En una ocasión, estando en pleno examen, mi compañero José Armenteros, el que esto relata y un tercero salimos al servicio. Este último nos preguntó acerca de si salíamos para copiar. Nada más lejos de nuestra intención que era la de consumar nuestras necesidades fisiológicas y regresar a continuar con nuestro examen. Era esa una actitud que desconocíamos en clase de D. Enrique, junto a la de salir a los aseos sin permiso de nuestro maestro y solo cuando la necesidad nos obligaba. Y no por ello nuestro comportamiento era menos responsable o nuestros cuadernos estaban exentos de correcciones o calificaciones, que en muchos casos éramos nosotros mismos los encargados de anotarlas en nuestras libretas. Además, nuestras notas eran excelentes solo cuando debían serlo.
Todo ello motivó que la formación que recibimos, tanto académica como humana, haya creado una estirpe de personas en Dos Hermanas que cuando coincides con alguien que gozó de sus enseñanzas, aún sin saberlo, intuyes que fue alumno de Don Enrique.
Después de abandonar el colegio a los 14 años, muchos de sus alumnos seguimos manifestando nuestro agradecimiento a D. Enrique visitándolo en el aula o en su propia casa, donde éramos recibidos con gratitud por nuestro maestro, que se interesaba por nuestros progresos académicos o profesionales.

Por estos motivos, cuando llegó el momento de su jubilación, todos sus alumnos respondimos con nuestra contribución y asistencia al merecidísimo acto de adhesión. Homenaje éste que se celebró en el comedor del mismo colegio donde disfrutamos de su presencia y en que nuestro maestro, con toda su familia, se congratuló de la nuestra.
Comedor en el que estuvieron también Matilde, la esposa del portero y su hija, como lo habían estado tantos días en los que nos sirvieron el almuerzo durante nuestra estancia en ese centro, en las que nunca dejó de brillar ese encanto que las caracterizaba.
Como es de bien nacido el ser agradecido, pronto recibimos una carta de reconocimiento de nuestro maestro y toda su familia, que seguimos conservando.
No pudo disfrutar demasiado este homenaje ni contarlo a muchos de sus numerosos nietos, pues una infección vírica consecuencia de su otra ocupación adelantó su muerte ocurrida el 7 de diciembre de 1972. A pesar del dolor, allí estuvieron sus numerosos alumnos acompañando a sus familiares como él hubiera deseado.
Recuerda Dª Aurora que, estando enfermo, fueron a visitarlo algunos de sus alumnos. Habiéndole llamado la atención a su esposa la cara de malo que tenía uno de los chicos, él respondió: “Ninguno de los niños son malos, son como nosotros los educamos”.
Pero quedaba un último homenaje, que si nadie lo decía todos lo pensábamos. Nos tocó residir a varios de sus ex alumnos durante la década de los 70, en la Barriada de La Moneda. Todos teníamos hijos pequeños y la escasez de puestos escolares era tremenda en toda Dos Hermanas. Por eso, algunos antiguos alumnos junto con otros vecinos de esta popular barriada, hicimos posible con nuestro tesón la construcción de un centro escolar al que desde el primer momento pensamos ponerle el nombre de nuestro querido instructor.
Así, el 21 de diciembre de 1980, quedó inmortalizado su nombre en una placa de cerámica que sus familiares descubrieron con un sencillo ceremonial en el que me cupo el honor de honrar su memoria con unas palabras que brevemente evocaban lo que hoy describimos con más amplitud.
No sería justo terminar sin destacar la encomiable labor de los hermanos Blanco Jiménez y otros antiguos alumnos que ya trabajaron en el homenaje y que contribuyeron decisivamente a la tarea de conseguir que el colegio llevase la denominación de nuestro maestro: Enrique Díaz Ferreras.
© Manuel Espada Martín (2004)